viernes, 8 de enero de 2010

Indiferencia

Estaba ahí, parado, imponente. El contorno de su figura esbelta se erguía firme. Su rostro angelical irradiaba una ternura celestial. Su mirada inescrutable se perdía en un horizonte cercano. Lo miré muchas veces. Lo recorrí en cada uno de sus gestos. Lo analicé en todos sus detalles. Todo en él era especial. Al menos eso creíamos quienes nos acercábamos para percibirlo de cerca.La semipenumbra contribuía a que sus virtudes sobresalieran. Era un imán para la reflexión y la súplica.Imposible precisar la cantidad de gente que, como yo, procuraba un momento de su atención.Solía visitarlo a la salida del trabajo. En ocasiones le llevaba algunos objetos, o le dejaba algún dinero. Le hablaba. Le contaba de mi empleo, del dinero que no alcanzaba, de los avances y retrocesos de mi enfermedad. Le nombré a mi familia. Ya los conoce a todos. Le hablé de los exámenes, de las deudas, de la falta de vivienda, de la falta de respeto cotidiano, de las injusticias. Le conté de mis miedos. Le confesé mis secretos. Le dije de mis proyectos. Le expuse mis tristezas. Me sentí muchas veces un ser miserable suplicando su compañía. En más de una oportunidad me desnudé frente a él.No estoy segura de que alguna vez me hubiera escuchado. Nunca me devolvió una mirada. Fantaseaba con esa idea, un acto imposible. Esa tarde estaba desolada. No caminaba con un rumbo definido cuando me di cuenta que mis pies me habían conducido inconscientemente hacia él, otra vez. Me recibió como siempre. La misma mirada indiferente. La misma postura sobria, que en ese momento inclusive me pareció soberbia. Lo miré sin comprenderlo. Quise gritarle. Quise arrastrarme a sus pies. Pero sólo lo miré. El dolor me carcomía por dentro. No lo entendí. De nada me sirvieron los estudios, el pensamiento analítico, la mirada racional que había cultivado durante años. El infierno que sentía dentro mío me quemaba. Lloré. Lloré hasta que ya no tuve fuerzas. Lloré con todo el dolor de que era capaz mi alma. No sé cuánto tiempo estuve en ese extásis de amargura. Con temor, con angustia, con infinita tristeza rocé su cuerpo. Primero le toqué los pies, después me aferré a su mano. Sin dudas era magnánimo y tendría todas las respuestas. Yo sólo le pregunté por qué. No hubo respuesta. Imaginé entonces que era imposible cumplir con todos. Que mientras yo le pedía que se apiadara de mí, quizá su mirada indiferente, nos estaba pidiendo que nos apiadáramos de él.

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