viernes, 8 de enero de 2010

Capítulo VII. La soledad.

Era invierno, el frío intenso como nunca, la escarcha, apenas un detalle. Caminar rígido, el viento en la cara, la tensión de los músculos contraídos y la sensación de estar paralizado en la vida. Un corazón que de tan herido ya no late. Pensamientos que vuelan pesadamente desde la realidad actual hacia el pretérito imperfecto en que ahora descubría que se había conjugado su vida. No sentía que hubiera proyección hacia el futuro, todo parecía oscuro y sombrío en el horizonte. Dejar que pase el tiempo, no había otra solución. El antídoto era un poco precario, más bien una receta casera que no aseguraba el éxito de la cura. Así se entregó pacientemente a la consciencia de cada fracción de tiempo en el que se dividía el día, de lo penoso de su transcurrir. Pasar una hora, luego otra, un día, una semana, todo el invierno, la primavera... Esperar vanamente que las cosas cambien.Miraba de vez en cuando su teléfono, a veces con esperanza, otras con recelo. En el fondo sabía que nunca iba a llegar el mensaje esperado, que no iba a volver a escuchar su voz en el teléfono. Sin embargo, no podía dejar de esperarlo.Salía a recorrer las calles, lo veía en cada rostro desconocido de la estación del tren, en el propio tren, entre los transeúntes, en los taxis, en los cines, en la salida del teatro, en los bares, en las calles, en todos lados. No eran pocas las ocasiones del día en las que se sorprendía a sí misma creyéndo haberlo visto, deseándo verlo, temiendo el encuentro. Lo deseaba profundamente, pero al mismo tiempo tenía pánico de un encuentro cara a cara. Sabía que no iba a poder recuperarse fácilmente del impacto si ella se lo encontraba acompañado, si él la encontraba nuevamente triste, o si él estaba en una actitud sumamente superada. Todo eso la confundía. Deambulaba todo el tiempo entre el deseo, las ganas, la impaciencia, el extrañamiento, la añoranza, el desamor, la frustración, la crudeza, el orgullo, la humillación, la fragilidad y la ternura.Iguales, patéticamente iguales unos días a otros. Dejar que pase el tiempo, de eso se trataba. Cada día una eternidad. Morir y resucitar al comienzo del nuevo día. Acostumbrarse a la soledad, convivir con el vacío, soportar el silencio y la ausencia, no fue fácil. Una esquina, un gesto, un acontecimiento minúsculo, una frase, un acorde musical, una canción, una letra, todo la remitía de un modo inmediato al pasado, al hombre que había amado.El se sintió en el paraíso. Descubrió que había vida después del pasado. Se sintió lleno de luz, de claridad. Tenía ganas de empezar de nuevo. Se sentía fuerte, vigoroso, inmortal. Cuando se está feliz es fácil sentirse importante y eterno. Salía con frecuencia. Le gustaba ir a un restaurante distinto cada vez, y conoció más de un local de esos que tienen la luz tenue y velitas en las mesas. Cenas románticas que ella tantas veces recordaría, que tantas veces extrañaría y que sin embargo él seguía disfrutando pero con otra. La presentó a su familia, a sus amigos. La hizo su confidente, se desnudo literal y figurativamente frente a ella. Su corazón iba a estallar porque había encontrado la plenitud, una sensación que no recordaba haber conocido antes. Se sentía enamorado, y se sabía correspondido.Casi no pensaba en ella. Era ver a la mujer que tenía a su lado y sentirse orgulloso, jactarse de su elección. Todo lo bueno, todo lo que necesitaba estaba allí. Sólo de tanto en tanto había algún pensamiento furtivo que se disparaba en el tiempo, pero se ocupaba enseguida de retornarlo a su feliz realidad.Ya había perdido demasiado tiempo, y no era bueno hacer esperar a la felicidad. El quiso atraparla, conservarla para siempre en las paredes de su departamento que otra vez volvió a decorar. Deshizo todo lo anterior, y se embarcó de lleno en la nueva aventura. La fortuna no podía ser mayor. En cambio, podía ser peor.

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