viernes, 8 de enero de 2010

Deseo

Vivía en un paraje al que no había forma de llegar a menos que fuera en tren. Desde que tenía memoria se había acostumbrado al ferrocarril como parte de su paisaje cotidiano. Durante los años de su infancia el viaje en ese medio de transporte constituía el evento más apasionante que podía existir. Trascender los limites de la cotidianeidad, ir más allá de lo que recordaba la imaginación, iniciar una aventura excitante y diferente. Porque siempre era diferente. Entonces las cosas eran distintas.Cuando el paso del tiempo hizo necesario adquirir otras obligaciones, el ir y venir desde el centro de la ciudad hasta su pequeña localidad fue una constante. Su vida circulaba en ambos sentidos. En cada extremo tenía retazos de su ser. Se acostumbró a todo. Los apretujones, las demoras, los accidentes, las cancelaciones, los vendedores ambulantes, los molinetes, las peleas feroces por un asiento, los punguistas, los molestos, los irrespetuosos, los mendigos. La mugre, el abandono, la falta de mantenimiento, los hinchas de futbol, las troupes de fanáticos de alguna banda de rock, los predicadores, las caras sospechosas, los alcoholizados, los sin techo que buscaban el refugio de un vagón para dormir impunemente entre la masa de pasajeros atormentados. Se acostumbró al calor infernal en los días insufribles del verano, a los vidrios rotos que dejaban colar el aire frío y la lluvia durante el invierno. Alguna vez intentó calcular cuánto tiempo de su existencia había dedicado y dedicaría en el futuro a sus viajes en tren. Abandonó el razonamiento en la mitad, concluyó que el resultado iba a ser deprimente.La naturalidad con la que pasaba sus días entre las estaciones de inicio y fin de su trayecto fue la misma con la que tomó como cierta la afirmación que le hicieron. Alguien alguna vez le dijo que pedir un deseo cada vez que pasa un tren hace que la posibilidad de concretarlo esté más cerca. Reflexionó un rato sobre ello, y se consideró afortunado porque de alguna manera el destino, la buenaventura o lo que fuera, le habían deparado una vida abundante en posibilidades de concretar aquellos anhelos que quisiera.Al principio pedía de todo. Ante cada tren tenía un deseo distinto. Nunca supo si se concretaron o no, porque olvidaba sus deseos con la misma fugacidad con la que se le ocurrían. Con el tiempo perfeccionó su técnica. No daba lo mismo si era un tren de pasajeros de corta, media o larga distancia, tampoco si era una máquina a vapor o si era eléctrico, mucho menos si se trataba de un carguero. Cuantos más vagones tuviera, mucho mejor aún.En cada viaje de ida y de vuelta diariamente se cruzaba con unos veinte trenes que circulaban en ambas direcciones. Frente al transcurrir de cada uno de ellos había una solicitud distinta: aprobar un examen, comprarse el libro de su autor favorito, conseguir trabajo, llegar a tiempo para ver la película en el cine, que el resfrío se curase de una buena vez, tener su propio departamento, recibir un llamado, conseguir un descuento, y tantas banalidades más. No sé si fue el paso de los años, la madurez, la soledad o la tristeza. Lo cierto es que poco a poco comenzó a despojarse de aquellos anhelos fútiles. Se dio cuenta que sólo una cosa quería. Miraba los trenes, los veía pasar, los esperaba, los necesitaba. Se obsesionó. Más trenes veía, más quería ver porque necesitaba sentir que mientras más trenes concurrieran a su pedido, más posibilidades había de que el sentido de su vida cambiara para siempre.Con el tiempo se resignó. Procuró olvidarse, no prestarles atención. Pero no pudo. Aunque trató de restarles importancia, mentalmente seguía pidiendo su deseo. Le indignaba sentirse estafado. Toda una vida viendo ir y venir trenes, entregándole horas eternas de su existencia para que el ingrato ferrocarril se llevara en cada viaje parte de sus esperanzas hasta dejarlo desolado.Había veces que se sentía dividido entre dos trenes que circulaban en sentido contrario. Esa sensación lo impresionaba especialmente. No había otra instancia en la que se sintiera tan fuera de sí, tan vulnerable como en esos momentos. Era como si una parte de su vida avanzara y la otra retrocediera. También se acostumbró a esa sensación de vacío. Cuando ya no queda nada, no hay nada que perder. Con esa filosofía y su andar cansino, a diario caminaba un largo trecho desde su casa hasta la estación. Pasaba sus horas viendo pasar el tren. Conocía sus horarios, palpitaba la vibración del suelo, reconocía la música de su vaivén, adivinaba a lo lejos su bocina. Se emocionaba frente a su cercanía. Más de una vez dejó escapar alguna lágrima mientras repetía para sus adentros su deseo. Dicen los testigos que su corazón se detuvo cuando el último vagón del ferroexpreso pampeano pasó a toda velocidad dejando una estela de humo, tierra y viento. Nadie sabe qué pidió, sólo se sabe que lo que haya sido, nunca se cumplió.

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