viernes, 30 de abril de 2010

El traductor de la abuela

Diacronía del tiempo que hace su juego y entorpece los diálogos. Señora aletargada en el tiempo que se expresa en un lenguaje precario y obsoleto. Expresiones que ya quedaron de mode, figuraciones imposibles de explicar en un mundo diferente. Incomprensión absoluta, salto generacional que no llega a atravesar el abismo y se hunde en la complejidad de una época fragmentaria e inconexa.
Sus canas peinadas en rodete, su maquillaje excesivo, el pergamino de su piel, la abrumada memoria que más que memoria es olvido nada entiende de neolenguajes. Acostumbrada a llamar a las cosas por su nombre, su mirada se vuelve extraña cuando tiene que explicar cada término que utiliza. O peor, cuando nota que habla y ya nadie se detiene en lo que dice. La inmediatez impide detenerse a pensar demasiado.
El pequeño apenas tiene ocho años. Es un personaje ausente en esa relación confusa que su hermana adolescente tiene con la mamá de su mamá. Piensa en las múltiples manifestaciones de amor que ha recibido de esa mujer que cada vez está más chiquita y arrugada. No quiere perder la esencia de esa relación que sabe importante aunque no tenga una real dimensión de todo lo que esa señora representa. Imagina que es posible comprenderla, mantener diálogos increíbles y nutrirse de su experiencia. Quiere ser su compañía en las tardes al regreso de la escuela, y quiere acompañarla en el tiempo que le quede. Imagina que es posible tender un puente que los una un poco más, y al que se integre el resto de la familia. Le llevó tiempo armarlo, mucho más del que cualquiera se hubiera tomado. Un día lo presentó en sociedad. Un compilado de palabras, frases y expresiones. Un verdadero traductor de la abuela. Me encantaría que este fuera un final feliz, pero lo cierto es que la abuela hacía tiempo que había abandonado este mundo para cuando el traductor estuvo terminado. No obstante, el trabajo no fue en vano. Fue un documento único que hizo su aporte, aunque enseguida quedó tan obsoleto como si hubiera sido de la época de ñaupa.

Asesíname

Hay un grito que no se escucha. Se libera con ímpetu, se expande y repercute por todos lados. Nadie repara en él. Oscura espiral de silencio. Complot colectivo de abandono y desolación. La indiferencia gana por goleada. Nadie sabe. A nadie le importa. En un mundo de super abundancia de información, de ruidos, de auriculares full time, la muda solicitud de clemencia no logra llamar la atención del resto ni consigue un gesto de solidaridad.
Abandonada en un callejón sin salida. Tirada en un pavimento asqueroso de dureza y desazón, víctima de la incomprensión, de la locura y el odio.
No, no es odio. Es un ser ajeno, demasiado ausente en sus circunstancias como para odiar. Vagabunda en un mundo sin techo, insensible al dolor de tanto dolor.
Se acurruca en un rincón e intenta llorar. Le arden los ojos. No puede más. Ha derramado a través de su rostro dolores que a nadie puede explicar. Ya no tiene fuerzas. Le arden las pupilas, pero necesita llorar. Es una represa a punto de explotar.
Suplica, pide clemencia sin cesar. No soporta más. Repite una, otra vez. Una voz inaudible que se afana por estallar. Un tiro de gracia que la salvó al final.
La encontraron por la mañana con las manos entrelazadas en su postura diminuta. Estaba llena de golpes y heridas cortantes. Los investigadores cerraron el caso sin demasiados preámbulos. Nadie reparó en la sonrisa liberadora que expresaba ese rostro lleno de sangre y lágrimas. Sólo fue una más en la lista de ausentes víctimas de un dolor irremediable y de la vulnerabilidad extrema. Al fin su deseo se hizo realidad. "Asesíname" pidió, y alguien la escuchó.

Complejidad

Ambivalencia continua. Vorágine que fagocita deseos aniquilados. Ánimos ultrajados por los desechos que generan los sueños rotos. Pesadillas cumplidas que hacen estragos en un plano de asfixia y dolor que no permiten despertar. Perder la noción del tiempo en su denso transcurrir. La esencia ya no es la misma, los amaneceres ya no están llenos de luz.
Sentir la ausencia continua de una presencia latente que no está ni se fue. Espectro fantasmagórico cuyo espíritu no logra descansar. No hay reposo para el alma inquieta. Así como el mar agita las olas con virulencia entre las rocas que forman el acantilado, así se revoluciona todo el interior de un ser que apenas late.
Dormir y soñar con los ojos abiertos. Espera que se agota y se renueva en cada desesperanza. Círculos concéntricos de pasión que mutan en su transcurrir. Espina incrustada en un abanico de sensibilidades profundas que no resisten la menor rispidez.
Cúmulo de voces acalladas, silencios reparadores, aglutinamiento de pensamientos inexpresados, argumentos hirientes, razones inconclusas. Ocaso de fantasía, tiempo de desilusión. Verdades a medias que convergen en un terremoto interior de grietas que profundizan el abismo irreparable y que anulan al ser.

sábado, 24 de abril de 2010

Pequeñez

Ser uno en un millón. El caos inesperado en la tranquilidad más absoluta. Historias mínimas que crecen y se magnifican. Todo, absolutamente todo está contemplado en un universo minúsculo.
La pasividad del transcurrir de los días cargados con la misma emotividad cotidana. Momento de ruptura que irrumpe y la tempestad sobreviene. No hay salvavidas en una selva donde rige la ley del más fuerte. Pruebas para las cuales no hay preparación, y sólo a veces algún recuperatorio. El sol gira alrededor de un grano de arena. La luz se refracta para todos lados, por momentos enceguece. Perder la visión, no encontrar el rumbo. Conformarse con lo que antes no alcanzaba. Pedir, suplicar, rogar. Nada es suficiente para salvar la pequeñez del ser.
Sentimientos que van y vienen de un pensamiento al otro. La imaginación que atraviesa todos los límites aumentando el caos y la confusión. Cerrar los ojos y sentir que hay todo un mecanismo allá afuera que hace y deshace a gusto y placer. Entregarse a la resignación o luchar con vehemencia, una determinación que no se agota en si misma sino que muta de un instante al siguiente.
Espera engorrosa que no tiene fin. Ansiar el fin. No hay salida de emergencia. Padecer, sufrir, desesperarse, agotarse en la desesperación. Noche oscura, días grises, incertidumbre manifiesta, invierno permanente.
De pronto algo se modifica. Vuelve la luz. Alegría magnánima. Compartir el sentimiento con todos no alcanza. Ambición de inmortalidad. Alcanzar un momento de gloria, de plenitud, de eso que llaman felicidad. Saberse vulnerable, chiquito, enormemente pequeño pero sumamente importante. No hay principio ni final. Todo es posible. La pequeñez sigue existiendo, la perspectiva es otra. Una historia más para el anecdotario. Pero una historia con final feliz. A festejar.

viernes, 23 de abril de 2010

Limosna

Me pide cinco minutos de mi tiempo. ¡Cinco minutos! Demasiado para que su voz chillona me aturda los oídos. Suficiente para pensar un momento en la problemática ajena. Me cuenta que tiene dos hijos, uno de cinco años y el otro de dos. No sé si está embarazada, pero parece. No tiene reparos en exponer plenamente su miseria. En cinco minutos la vida privada se hace pública con absoluta naturalidad.
Lleva puesto un jean, una campera blanca con puños rosas. Su pelo no sé si es artificialmente amarillo, o es natural, es corto pero lo lleva atado atrás. Su tez blanca resalta en su cara regordeta. Tiene un bolso floreado que cuelga de su hombro derecho. En la mano izquierda exhibe un papel que nadie lee.
No espera autorización para hacer uso de los cinco minutos solicitados. Habla directamente, usurpa mi tiempo y el de los otros pasajeros ausentes también. Nadie dice nada. Su voz desmedidamente aflautada le imprime dramatismo a su historia. Me recuerda a la clase de ayer. El profesor cuenta que en la India hay una organización que secuestra niños y los mantiene en cautiverio para explotarlos. Cuenta que a los que tienen buena voz los ciegan para ponerlos a cantar en algún sitio donde puedan darle algunas monedas. Que esos niños son puestos en los lugares donde van los turistas que son quienes más pueden facilitarles una limosna. Crueldad miserable. Pienso que esta mujer no tendría chances. ¿Y aquí las tiene? Me pregunto si es víctima o victimaria.
Tiene SIDA, o al menos eso es lo que dice. Y sus dos hijos también. No tiene trabajo y sus hijos no tienen para comer. Ella pide porque en su casa le enseñaron a pedir, no a robar. Ese es el argumento que utiliza para dar cuenta de su honestidad. Me detengo a reflexionar en el discurso que construye y me da ataque de desesperación pensar en la naturalidad de lo que dice. En lo patético del contenido de lo que dice. En cuál es la enseñanza que esos supuesos niños tendrían.
Mientras pienso en todo eso y su voz sigue machacando en mi cabeza, me sorprendo al observar que su recaudación es muy buena. Pide una moneda de cinco o diez centavos, y recibe hasta billete de dos pesos.
Me provoca sorpresa imaginar cuál fue el argumento que motivó la entrega voluntaria de alguna dádiva por parte de muchos de los pasajeros. Hago un cálculo rápido y pienso en cuánto se llevará al final del día. Comparo con un día de trabajo mío. Conclusión: no sé cuál de las dos es más miserable.

martes, 20 de abril de 2010

Caracol

Lenta rutina. Todo lo que tiene está allí. Ir con la casa a cuestas hacia algún lugar. Cualquier sitio es ninguno. Ninguno es lo propio. Destino errante. Desarraigo constante.
Caracol col col, saca los cuernos al sol. Despertar un día fijado a una superficie cualquiera. Ponerse en movimiento casi con desgano. Acurrucarse y encerrarse bien adentro de uno. Coraza que cubre, que esconde, que oculta. Nada es lo suficientemente fuerte para sobrevivir a la crueldad, al descuido, a lo inesperado.
Fascinación mágica que asombra. Ser uno en el mundo, uno contra el mundo, uno en su propio mundo. Círculos concéntricos que conducen al propio infierno, instrospección que quema, cenizas del propio ser.
Tener todo y no tener nada.
Caracol de superficies confusas. Aletargamiento de melancolías. Transcurrir el tiempo más rápido que uno mismo. Caracol que saca los cuernos al sol, que los esconde al anochecer, que se somete al frío del rocío, que ve pasar el tiempo y no alcanza a reaccionar.
Caracol que sigue su propia lógica, que acepta su propia rutina.
No tiene una mansión, no tiene nada. Sólo una coraza que sin embargo, cualquiera puede destruir.

viernes, 9 de abril de 2010

Adiós

Esta ciudad me conoce. Me ha visto transitar sus calles una y otra vez. He compartido mis penas con ella. También mis alegrías. Alguna tarde me senté en su vereda a contemplar el paso de los autos como el paso de la vida misma. Llenó mis pulmones de contaminación. Me arrastró hasta sus orillas. Se volvió sofocante en los días álgidos de verano y muy cruel en las noches de invierno.
En sus bares me dio refugio en mis días de tristeza, en mis períodos de estudio, y aún ahora en los tiempos de internet. En ocasiones también me sentí expulsada. Marginación citadina. Gente por todos lados. Siempre algún corte de calle o alguna manifestación que provoca perturbaciones en el tránsito. Siempre caos. Sirenas, bocinas, bombos, petardos. Confusión de baldosas flojas, sorpresas de inundaciones inescrupulosas, arrebatos en cualquier esquina. Inhospitalidad irrespetuosa que te hace sentir extraño en su territorio, que dificulta el retorno como castigo por la imprudencia de haber invadido un espacio al que no se estaba invitado.
Marquesinas luminosas, intermitentes, constantes han sido un faro en las caminatas nocturnas. Un centro de atracción para despejar la mente. Una fantasía para formar parte de una película.
Esta ciudad no va a extrañarme cuando me vaya. La gente seguirá yendo y viniendo. Ningún bar va a dejr una mesa vacía. No habrá en sus rincones huellas de mi presencia. Será como si nunca hubiera existido. En esas veredas donde gasté mis zapatillas habrá espacio para que otros caminen. El tumulto, el caos y la confusión seguirán existiendo.
No estaré yo, pero entonces, nada habrá cambiado.
Igual que vos, esta ciudad ya no me quiere.

sábado, 3 de abril de 2010

Roedor

Todos los días carcomiendo sobre lo mismo. Ser un fantasma de presencia constante. Una sombra que no se va, una luz que no se termina de apagar. Silencio ruidoso, torturante. Vale más que mil palabras. Espectro ambulante que recorre cada rincón. Telarañas pegajosas de las que no se puede escapar.

Todo estaba en ruinas. Las paredes desvencijadas, evidentes manchas de humedad. Invasores monstruosos que se aprovechan del desgano. Empezar por ningún lado cuando todo acabó. Esperar el derrumbe para convertirse en indigente de la propia existencia.

Ratones asquerosos que dan cuenta de la miseria, del abandono, de la inmundicia. Deshechos de una vida que no llega a su fin. No hay tiempo para resucitar, los roedores están comiéndome a mi.

Luna llena

Redonda. Brillante. Muy brillante. Absolutamente definida. Tremendamente grandiosa.
Su luz plateada ilumina la noche oscura. La miro con asombro. Testigo secreto de tanta opacidad nostálgica. Me sigue con su presencia imponente. Me recuerda todo lo que quiero olvidar.
Tantas veces se introdujo por mi ventana, me presentó a sus amigas las estrellas y me llevó a fantasear un mundo mágico y posible. Me mostró su belleza más absoluta una noche de verano en la que emergió de un río calmo y se manifestó absolutamente como un regalo deslumbrante.
Ella me conoce. Me dejó abandonada en algunas ocasiones en las que la extrañé sin remedio. Ahora pienso que es un poco traidora. Que comparte su luz también con lo que me atormenta.
A veces miro el cielo y no la encuentro. Quiero que me ayude a borrar los fantasmas, espectros de la noche que se prolongan en el espanto diurno.
Bella, muy bella. Solitaria también. Imponente y temerosa. Enorme, trascendente, misteriosa.
Imagino que un pedazo de ese queso me pertenece. Que hay una conexión sideral que hace que me sienta parte de este universo, aunque no sepa muy bien para qué.
Un satélite que gira, noctámbula sin destino. Irremediable misión de lo eterno. Una cinta de moebius que se repite hasta el infinito. A veces más grande, a veces en estado latente. Ella está ahí, su presencia me persigue. Es cómplice de las caminatas urbanas, de las lágrimas derramadas.
Luna llena de expectativas, de luz. Intensidad lumínica que enceguece y que esconde lo que nadie quiere ver. Muda compañera que me abandona al amanecer.

viernes, 2 de abril de 2010

Otoño

Otra vez la nostalgia. El color ocre de los árboles. Las veredas alfombradas de una hojarasca esponjosa y molesta a la vez. Ramas que van quedando desnudas. Viento húmedo, juguetón, fresco. Días tibios. Anocheceres tempranos. Abrigos incipientes. Nunca un ciclo se me hace tan evidente como el otoño.
Su llegada es subrepticia pero sumamente evidente. Tres meses de profunda tristeza. Recuerdos que vuelven cuando aún no terminaron de irse. Vida mediocre.
He descubierto su belleza con el paso de los años. He visto su paisaje más hermoso en ocasiones inolvidables. Me he regocijado con su presencia. Me he asombrado con su variedad inescrupulosa.
En mis épocas de infancia cada año juntábamos las hojas para pegarlas en la carátula del cuaderno. El ritual consistía es buscar las hojas con las formas más definidas, el color más amarillo o más marrón. A veces era difícil encontrar hojas ya arrancadas por el viento y había que sacarlas prematuramente de su rama. Creo que los programas de estudio no han cambiado desde entonces, aunque puede ser que los árboles sean cada vez más escasos.
Desde hace un tiempo su llegada no deja de ser un puñal que marca el ocaso de mi vida. Es la antesala de la cruel realidad del invierno. Sé que el frío de mi alma es mucho más brutal. No hay abrigo que pueda contra eso. No hay nada que detenga el paso del tiempo.
Otoño. Nostalgia. Tristeza. Abrazos rotos. Silencios eternos. Un frío mortal se acerca, invade, inunda, congela.
Otra hoja que el viento se lleva.

Espejo

Vi su mirada huidiza. Percibí que no era feliz. No era necesario tener demasiada habilidad, se notaba en su rostro la tristeza de su alma. Era como un pájaro enjaulado que ve pasar sus días a través de las rejas que limitan su espacio del externo. No eran más que barrotes que la hacían sentir dueña de su propio infierno. Nunca había sido dueña de nada. Todo lo que tenía eran condicionamientos, un contexto que la marcaba, un destino predefinido. Alas que ella misma se había cortado. Una puerta que ella misma cerraba.
Escuché su relato. Lo cuestioné inclusive. Era tan fácil advertir todo lo equivocada que estaba! Le expuse mi punto de vista, la llevé hasta el rincón donde uno no tiene más que sincerarse consigo misma. Honestidad brutal, otra vez.
Vi sus lágrimas. Percibí su congoja. Escuché sus razones.
No sentí pena por ella. Me desesperó no poder ayudarla.
De pronto me encontré a mi misma diciéndome las cosas que me hubiera gustado escuchar poco más de diez años atrás cuando todavía había tiempo para torcer el destino.
No soy la única que comete errores.
Y no soy la única que es incapaz de solucionarlos.
Se fue con su tristeza a cuestas. Con su falta de decisión, con su falta de elección. Resignación, una condena a muerte de la que, a veces, es difícil escapar.
Un espejo roto. Siete años de mala suerte. Yo le avisé. Ella no quiso escucharme.