viernes, 19 de febrero de 2010

El sabor del encuentro

La selección de los jueves quizás haya sido un poco arbitraria. Era lo que las circunstancias permitían. A medida que se sucedía, se fue transformando en un hábito, una rutina, un compromiso tácito pero que por alguna razón podía romperse. Entonces se hizo móvil. Ya no se trata sólo de jueves. En ocasiones sucede los lunes, otras los martes. Los miércoles eran de locura, pero también cedieron su espacio. Por ahora sólo escapan los viernes porque no nos convoca a todos, apenas si nos fragmenta.
Compartir es el verbo que mejor justifica su existencia. Comentarios, opiniones, anécdotas, revelaciones increíbles, risas disparatadas, antojos que a veces pueden traducirse en licuados, otras en panqueques, helados, medialunas, pizzas y todo lo que la carta ofrezca.
Son horas que se entregan a una experiencia grupal. Quizás en algún punto es cierto que pueda llegar el aburrimiento. Puede que la vida se encargue de eso decidiendo por nosotros y entonces las salidas de los jueves serán también un recuerdo.
Horas que permiten el olvido, la distracción, que llenan un espacio, que evitan determinados pensamientos, relativizan creencias, mezclan ideas absurdas, construyen mitos y permiten la observación minuciosa de gestos, actitudes y personas que nos diferencian del resto.
El lugar puede variar, la ubicación también. Eso genera disidencias en ocasiones, pero de alguna manera llega el consenso. De preferencia cerca de la ventana, lejos de la puerta y asientos cómodos para una estancia de horas. Seguramente la carta será visitada más de una vez, la elección nos lleve más tiempo de lo habitual y apenas hayamos seleccionado algo nos quedemos con algún asunto pendiente que no nos permitirá abandonar el lugar hasta no concretarlo.
Ansiedad por hablar, o por callar otras cosas. Dejarse llevar por el momento. Nada hay que no haya sido dicho antes. Sensaciones que aún están, sueños rotos, fantasías inconclusas, delirios esperanzadores, tristezas recurrentes, enojos momentáneos, incertidumbres y nostalgias. Es imposible no dejar todo eso de lado a cambio de un momento de distensión. Al cabo de la reunión volverán otra vez a hacerse presentes. Es una renuncia momentánea que al menos permite disfrutar de las salidas de los jueves.

sábado, 13 de febrero de 2010

Sin ti

Te extrañé. Te esperé. Tenía cosas para contarte. Muchas. Todas. Pero nada importante en verdad. Me devolviste una sensación que hacía tiempo no sentía. Pusiste distancia donde no la había. Te fuiste llevándote todo, y otra vez me quedé vacía.
Me guardé las anécdotas. Reservé nostalgias, conversaciones remanidas. Textos que quise comentarte, palabras que quise transmitirte, abrazos que se disolvieron en la espera, exigencias que no correspondían. Todo quedó escondido en algún lugar. No quise encontrar un teléfono. Le adjudiqué al cansancio el desgano de escribir. Dejé que las frases se perdieran en laberintos de pensamientos confusos, que el viento revolucionara mis ideas como lo hacía con mis cabellos. Tuve mi propio terremoto, soporté todas sus réplicas.
No estoy de pie. El sismo me arrasó. Una y todas las veces que pudo me sacudió dando vueltas todo a mi alrededor. Torbellino de crudeza. Desesperación, muerte y desolación. Sobrevivir aunque no haya fuerzas. Entregarse a los milagros de la naturaleza. Bipolaridad que atraviesa, que juega, que hace mella, que lastima, que perfora, que se rie a carcajadas. La tierra devastada me fagocita sin dejarme respirar. Desierto de esperanzas. Tristezas encarnadas. Ilusiones extrañas, fugaces, vanas.
Imagenes desgarradoras de un corazón abierto de par en par. Mutilación absoluta. Desangrada soledad. Desprotección inaudita, imposible de remediar. Indiferencia con preocupación virtual. Perdí la alegría, me deshice en lágrimas que volvieron al mar. Supe siempre que te irías, aunque no te dejo de esperar. No sé qué será de mí, pero mucho menos sé qué será de ti.

Apariciones

Fugaces, mínimas, chiquitas. De la nada, de un gesto, de una frase, de una melodía, de cualquier lado surge un recuerdo que te trae nuevamente.
Alguien me habló de vos. No te conocía, pero pudo apreciarte lo suficiente. No lo conocés, ni vas a conocerlo, pero casi por accidente te arrastró otra vez frente a mí.
Fantasma vagabundo. Fugitivo errante. Apariciones inexplicables.
Estás en ningún lugar, y estás en todos. Una especie de dios maléfico y pueril.
Confusos recuerdos, pensamientos inconclusos, frialdad de sensaciones. Mirada esquiva, verdades inobjetables, silencios complacientes, palabras que fluyen sin querer, por su propia voluntad.
Relatos sintéticos, fantasía o realidad. Ilusiones muertas en el jardín de invierno. Apariciones que desaparecen una vez más.

lunes, 1 de febrero de 2010

Un parto. Una muerte. O dos.

Estaba sola. Nunca se había sentido tan sola. Mientras atravesaba el pasillo veía pasar rápidamente los tubos de luz fluorescente que le nublaban la vista. Lloraba. Lenta y silenciosamente, lloraba. Escuchó que la enfermera le dijo algo, palabras que intentaban calmarla, pero se sentía demasiado triste para prestarle atención.
Entró a la sala de parto con una amargura que nunca había imaginado. Ya había estado en una sala así en otras ocasiones, pero nunca había sucedido de este modo. Casi por impulso se acarició el vientre, apenas suavemente. Le dolía un poco, como le había dolido desde el día anterior. Aguantó todo lo que pudo, pero cuando ya no soportaba más se dirigió al hospital.
No hubo nadie que la acompañara. Por la noche había dado vueltas y vueltas en la cama. Por la madrugada se levantó, dio algunas vueltas más. Miró el bolso que ya estaba preparado más por experiencia que por precaución. Sola. No podía ir sola. Tampoco podía esperar a que su marido se despertara. Estaba dormido profundamente desde que lo dejaron en la puerta entregado al alcohol. Se decidió por fin. Agarró el bolso, cerró la puerta y se fue.
Apenas entró al consultorio, el médico la revisó. La derivó con urgencia al hospital. La ambulancia encendió su sirena y minutos más tarde estaba en una camilla rumbo a la sala de partos. Ese día su vida dio un vuelco.
El parto fue natural. El bebé nació muerto. Hacía días que estaba en ese estado. Ella nunca se lo hubiera imaginado. Hacía una semana que su obstetra la había controlado y todo estaba en orden. Faltaba casi un mes para la fecha prevista para el natalicio. Inexplicablemente el mundo se hizo auténtica y cruelmente injusto. No hubo palabras que le acercaran algún consuelo. No tenía fuerzas, sólo quería morir. Sin embargo, tenía otros hijos a los que debía cuidar. En ese instante hubiera deseado no tenerlos y permitirse también ella dejarse llevar por la muerte.
En cierta forma lo hizo. Cuando el padre de la criatura se hizo presente en la sala, ella sólo atinó a mirarlo con todo el dolor que era capaz de sentir. Fue suficiente. No tuvo coraje para enfrentarla así que se dio media vuelta y se fue. No supo de él hasta varios días después.
Cuando ella regresó a su casa, él no estaba. Fue un trago tan amargo para ella encontrarse rodeada por la mirada de incomprensión de sus otros hijos. Preguntas que no llegaban a formularse se quedaban sin respuesta. Cómo se hace para vivir cuando la vida no tiene sentido, cuando ya nada ni nadie importa. No tenía fuerzas, no tenía ganas, no tenía nada.
Se miraba al espejo de tanto en tanto, veía su silueta deforme, su cara demacrada, sus pechos inflados. Se preguntaba cómo unir todos los fragmentos en los que se había convertido su vida. Por las noches lloraba desoladamente. A veces buscaba su bolso intacto y acariciaba una y otra vez la ropita suavecita, diminuta. Lloraba. Lloraba sin consuelo. No faltaron los irrespetuosos que quisieron comprarle las prendas, total ya no iba a necesitarlas. Ella no decía nada, pero las iba regalando de a poco. Entendía que si alguien se atrevía a mencionarle la idea era porque indefectiblemente debía tener una necesidad muy grande. No hubiera sido capaz de comerciar con aquellos símbolos de su dolor. Mucho tiempo después aún conservaba algunas batitas. El marido nunca volvió. Ni siquiera tuvo el cobijo de sus abrazos. Los necesitaba, le hacían falta, pero frente a cómo habían sucedido las cosas, lo despreciaba. En realidad no era así, pero necesitaba creerlo. Ella hubiera deseado en lo profundo de su ser que nunca la hubiera abandonado. Sin embargo, se fue tras las huellas de una mujer que lo dejó antes de que él pudiera darse cuenta.
Se convirtió en un espectro, una sombra de sí misma. Nunca más volvió a vivir, en su lugar sólo hubo vacío.