sábado, 3 de abril de 2010

Luna llena

Redonda. Brillante. Muy brillante. Absolutamente definida. Tremendamente grandiosa.
Su luz plateada ilumina la noche oscura. La miro con asombro. Testigo secreto de tanta opacidad nostálgica. Me sigue con su presencia imponente. Me recuerda todo lo que quiero olvidar.
Tantas veces se introdujo por mi ventana, me presentó a sus amigas las estrellas y me llevó a fantasear un mundo mágico y posible. Me mostró su belleza más absoluta una noche de verano en la que emergió de un río calmo y se manifestó absolutamente como un regalo deslumbrante.
Ella me conoce. Me dejó abandonada en algunas ocasiones en las que la extrañé sin remedio. Ahora pienso que es un poco traidora. Que comparte su luz también con lo que me atormenta.
A veces miro el cielo y no la encuentro. Quiero que me ayude a borrar los fantasmas, espectros de la noche que se prolongan en el espanto diurno.
Bella, muy bella. Solitaria también. Imponente y temerosa. Enorme, trascendente, misteriosa.
Imagino que un pedazo de ese queso me pertenece. Que hay una conexión sideral que hace que me sienta parte de este universo, aunque no sepa muy bien para qué.
Un satélite que gira, noctámbula sin destino. Irremediable misión de lo eterno. Una cinta de moebius que se repite hasta el infinito. A veces más grande, a veces en estado latente. Ella está ahí, su presencia me persigue. Es cómplice de las caminatas urbanas, de las lágrimas derramadas.
Luna llena de expectativas, de luz. Intensidad lumínica que enceguece y que esconde lo que nadie quiere ver. Muda compañera que me abandona al amanecer.

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