viernes, 23 de abril de 2010

Limosna

Me pide cinco minutos de mi tiempo. ¡Cinco minutos! Demasiado para que su voz chillona me aturda los oídos. Suficiente para pensar un momento en la problemática ajena. Me cuenta que tiene dos hijos, uno de cinco años y el otro de dos. No sé si está embarazada, pero parece. No tiene reparos en exponer plenamente su miseria. En cinco minutos la vida privada se hace pública con absoluta naturalidad.
Lleva puesto un jean, una campera blanca con puños rosas. Su pelo no sé si es artificialmente amarillo, o es natural, es corto pero lo lleva atado atrás. Su tez blanca resalta en su cara regordeta. Tiene un bolso floreado que cuelga de su hombro derecho. En la mano izquierda exhibe un papel que nadie lee.
No espera autorización para hacer uso de los cinco minutos solicitados. Habla directamente, usurpa mi tiempo y el de los otros pasajeros ausentes también. Nadie dice nada. Su voz desmedidamente aflautada le imprime dramatismo a su historia. Me recuerda a la clase de ayer. El profesor cuenta que en la India hay una organización que secuestra niños y los mantiene en cautiverio para explotarlos. Cuenta que a los que tienen buena voz los ciegan para ponerlos a cantar en algún sitio donde puedan darle algunas monedas. Que esos niños son puestos en los lugares donde van los turistas que son quienes más pueden facilitarles una limosna. Crueldad miserable. Pienso que esta mujer no tendría chances. ¿Y aquí las tiene? Me pregunto si es víctima o victimaria.
Tiene SIDA, o al menos eso es lo que dice. Y sus dos hijos también. No tiene trabajo y sus hijos no tienen para comer. Ella pide porque en su casa le enseñaron a pedir, no a robar. Ese es el argumento que utiliza para dar cuenta de su honestidad. Me detengo a reflexionar en el discurso que construye y me da ataque de desesperación pensar en la naturalidad de lo que dice. En lo patético del contenido de lo que dice. En cuál es la enseñanza que esos supuesos niños tendrían.
Mientras pienso en todo eso y su voz sigue machacando en mi cabeza, me sorprendo al observar que su recaudación es muy buena. Pide una moneda de cinco o diez centavos, y recibe hasta billete de dos pesos.
Me provoca sorpresa imaginar cuál fue el argumento que motivó la entrega voluntaria de alguna dádiva por parte de muchos de los pasajeros. Hago un cálculo rápido y pienso en cuánto se llevará al final del día. Comparo con un día de trabajo mío. Conclusión: no sé cuál de las dos es más miserable.

No hay comentarios:

Publicar un comentario