Abandonada en un callejón sin salida. Tirada en un pavimento asqueroso de dureza y desazón, víctima de la incomprensión, de la locura y el odio.
No, no es odio. Es un ser ajeno, demasiado ausente en sus circunstancias como para odiar. Vagabunda en un mundo sin techo, insensible al dolor de tanto dolor.

Se acurruca en un rincón e intenta llorar. Le arden los ojos. No puede más. Ha derramado a través de su rostro dolores que a nadie puede explicar. Ya no tiene fuerzas. Le arden las pupilas, pero necesita llorar. Es una represa a punto de explotar.
Suplica, pide clemencia sin cesar. No soporta más. Repite una, otra vez. Una voz inaudible que se afana por estallar. Un tiro de gracia que la salvó al final.
La encontraron por la mañana con las manos entrelazadas en su postura diminuta. Estaba llena de golpes y heridas cortantes. Los investigadores cerraron el caso sin demasiados preámbulos. Nadie reparó en la sonrisa liberadora que expresaba ese rostro lleno de sangre y lágrimas. Sólo fue una más en la lista de ausentes víctimas de un dolor irremediable y de la vulnerabilidad extrema. Al fin su deseo se hizo realidad. "Asesíname" pidió, y alguien la escuchó.
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