lunes, 21 de febrero de 2011

Quien sabe

El mundo se había desmoronado la noche en que él la dejó. Tenía en sus brazos a la pequeña que acababa de nacer, y de pronto todo lo que había soñado como una vida de felicidad se acabó. No supo entonces cómo resolvería su vida. Sentía el infierno en carne propia. Estaba herida por todos lados. El corazón destruido, la cabeza hecha un torbellino. Una hija que era como una espada que la atravesaba de pies a cabeza.
No había otra cosa que interrogantes. Cada pregunta era un cargamento de municiones pesadas que la lastimaban un poco más. Lloraba, más que la niña, lloraba. Cada día era una eternidad. La pequeña era su debilidad y su esperanza. Su frustración y su obligación. Si como dicen, sólo el amor salva, la niña estaba allí para recordarle que su misión era no dejarse rendir, no abandonarse, y si o si, salvarse.
Los detalles se me escapan en la inmensa tenacidad de los días que pasaron. De pronto es como si todo se hubiera acelerado hacia un nuevo final. Como esos juegos en los que hay que tirar el dado y la casilla dice volver a empezar. Así estaba ella, avanzando uno a uno los casilleros. No sé cómo fue que se encontró otra vez transitando las mismas cosas, pero de un modo distinto esta vez. El dado le marcó otro casillero, y allí estaba, viendo pasar los días junto a la misma persona a la que se unió una vez.
Es cierto que se le notan los años, que sus tres hijas la impulsan a seguir siempre un poco más. La hacen retroceder a veces uno o dos pasos, pero vuelve a arrancar. Tiene un pensamiento de familia de clase media, de esos que piensan en el amor para toda la vida, y que lo fundamental es asegurarle un techo a los hijos. En las noches secretamente se siente satisfecha por la vida que tiene, aunque no lo reconoce en su interior una voz le pregunta, cómo sería su vida si hubiera elegido otro camino. No lo sabe, evita la respuesta. Se entretiene pensando en cómo será la casa que comprarán.

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