miércoles, 17 de marzo de 2010

Terroncito

Bordes rectos casi perfectos. Forma rectangular casi olvidada en algún rincón del tiempo. El envoltorio es de papel blanco, apenas interrumpido por una leyenda identificatoria del lugar, que no da cuenta del contenido. Uno sobre otro se apilan en el pequeño receptáculo disponible para que los clientes puedan servirse algunos.
Desenvuelvo uno, lo coloco en la cuchara y lentamente lo voy sumergiendo. Mientras veo cómo el terroncito de azucar se va tiñendo de color café, mis recuerdos me transportan a la infancia.
Mi papá solía traer de cuando en cuando una caja, entonces jugábamos a ver quién hacía que el terroncito durara más tiempo a medida que se inundaba con te, café o mate cocido. Por esa época, mamá nos repartía las galletitas variedades para que no nos peleáramos con mis hermanos por ver quién agarraba más de los anillitos. Nos repartía en partes iguales, pero siempre maliciábamos las de los demás. Desconfíabamos de si aquél que terminara más rápido recibiría más o sólo se quedaría con las manos vacías viendo cómo los demás administraban mejor su preciado botín. La secuencia era la siguiente: poner primero un terroncito de azúcar, ir sumergiéndolo de a poco. Luego repetir la operación con el siguiente, y finalmente continuar con las galletitas.
Crecimos. Con el tiempo nos olvidamos que el azúcar también podía encontrarse en terroncitos. Seguramente la habíamos reemplazado por el edulcorante. De pronto, casi sin querer, un terrón, varios de ellos, están ahí, inocentes, acarreando con su presencia un montón de recuerdos.

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