lunes, 1 de febrero de 2010

Un parto. Una muerte. O dos.

Estaba sola. Nunca se había sentido tan sola. Mientras atravesaba el pasillo veía pasar rápidamente los tubos de luz fluorescente que le nublaban la vista. Lloraba. Lenta y silenciosamente, lloraba. Escuchó que la enfermera le dijo algo, palabras que intentaban calmarla, pero se sentía demasiado triste para prestarle atención.
Entró a la sala de parto con una amargura que nunca había imaginado. Ya había estado en una sala así en otras ocasiones, pero nunca había sucedido de este modo. Casi por impulso se acarició el vientre, apenas suavemente. Le dolía un poco, como le había dolido desde el día anterior. Aguantó todo lo que pudo, pero cuando ya no soportaba más se dirigió al hospital.
No hubo nadie que la acompañara. Por la noche había dado vueltas y vueltas en la cama. Por la madrugada se levantó, dio algunas vueltas más. Miró el bolso que ya estaba preparado más por experiencia que por precaución. Sola. No podía ir sola. Tampoco podía esperar a que su marido se despertara. Estaba dormido profundamente desde que lo dejaron en la puerta entregado al alcohol. Se decidió por fin. Agarró el bolso, cerró la puerta y se fue.
Apenas entró al consultorio, el médico la revisó. La derivó con urgencia al hospital. La ambulancia encendió su sirena y minutos más tarde estaba en una camilla rumbo a la sala de partos. Ese día su vida dio un vuelco.
El parto fue natural. El bebé nació muerto. Hacía días que estaba en ese estado. Ella nunca se lo hubiera imaginado. Hacía una semana que su obstetra la había controlado y todo estaba en orden. Faltaba casi un mes para la fecha prevista para el natalicio. Inexplicablemente el mundo se hizo auténtica y cruelmente injusto. No hubo palabras que le acercaran algún consuelo. No tenía fuerzas, sólo quería morir. Sin embargo, tenía otros hijos a los que debía cuidar. En ese instante hubiera deseado no tenerlos y permitirse también ella dejarse llevar por la muerte.
En cierta forma lo hizo. Cuando el padre de la criatura se hizo presente en la sala, ella sólo atinó a mirarlo con todo el dolor que era capaz de sentir. Fue suficiente. No tuvo coraje para enfrentarla así que se dio media vuelta y se fue. No supo de él hasta varios días después.
Cuando ella regresó a su casa, él no estaba. Fue un trago tan amargo para ella encontrarse rodeada por la mirada de incomprensión de sus otros hijos. Preguntas que no llegaban a formularse se quedaban sin respuesta. Cómo se hace para vivir cuando la vida no tiene sentido, cuando ya nada ni nadie importa. No tenía fuerzas, no tenía ganas, no tenía nada.
Se miraba al espejo de tanto en tanto, veía su silueta deforme, su cara demacrada, sus pechos inflados. Se preguntaba cómo unir todos los fragmentos en los que se había convertido su vida. Por las noches lloraba desoladamente. A veces buscaba su bolso intacto y acariciaba una y otra vez la ropita suavecita, diminuta. Lloraba. Lloraba sin consuelo. No faltaron los irrespetuosos que quisieron comprarle las prendas, total ya no iba a necesitarlas. Ella no decía nada, pero las iba regalando de a poco. Entendía que si alguien se atrevía a mencionarle la idea era porque indefectiblemente debía tener una necesidad muy grande. No hubiera sido capaz de comerciar con aquellos símbolos de su dolor. Mucho tiempo después aún conservaba algunas batitas. El marido nunca volvió. Ni siquiera tuvo el cobijo de sus abrazos. Los necesitaba, le hacían falta, pero frente a cómo habían sucedido las cosas, lo despreciaba. En realidad no era así, pero necesitaba creerlo. Ella hubiera deseado en lo profundo de su ser que nunca la hubiera abandonado. Sin embargo, se fue tras las huellas de una mujer que lo dejó antes de que él pudiera darse cuenta.
Se convirtió en un espectro, una sombra de sí misma. Nunca más volvió a vivir, en su lugar sólo hubo vacío.

1 comentario:

  1. ...Se preguntaba cómo unir todos los fragmentos en los que se había convertido su vida...

    NO TENGO PALABRAS PARA DECIRTE LO QUE SIGNIFICÓ LEER ESTO...

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