jueves, 11 de noviembre de 2010

Vacaciones

Armé las valijas. Saqué el pasaje. A la hora señalada me vi esperando el tren. Un viaje loco, desenfadado. Temor, adrenalina, curiosidad, coraje y un poco de bronca. Necesidad, desesperación, ahogo. Todo eso había en mi equipaje. La mochila era pesada, muy pesada. Me dolía la espalda. Me acostumbré tanto a llevar esa vida de caracol que a veces el dolor se me hace imperceptible. Otras veces, como ahora, siento que tengo una cruz que me obliga a torcer mi pose, que me debilita y que cobra nitidez al más mínimo movimiento.
Un viaje largo, interminable por momentos. Lo había percibido todo: la tarde calurosa, el polvo cubriéndolo todo, el andar lento y agobiante. El silencio. La distancia.
Hice mis planes mentales. Compartí algunos de ellos con gente que conocía. Hubo quienes aprobaron, no faltaron, sin embargo, los que desestimaron la más mínima posibilidad. Le di vueltas en mi cabeza a la idea durante varios días. Hice cálculos, imaginé circuitos.
Escuché los grillos en la noche. Observé la oscuridad más absoluta en las noches silenciosas. Me aislé del bullicio del resto de los pasajeros. Construí relatos de situaciones que llamaron mi atención. Escribí fragmentos de mi experiencia en mi cuaderno de viajes. Tomé cientos de fotografías que nunca iba a conocer en otro formato que no fuera el digital.
Exploré todo lo que pude. Disfruté a pleno. Pero cuando abrí mi billetera, todo se desvaneció en el aire.
Vi irse el tren. La mochila me sigue pesando, y mi cuaderno aún está vacío.

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