martes, 19 de enero de 2010

Silencio

No dijo nada. Lo miré a los ojos, me miró a su vez. No hubo palabras. No pude evitar el llanto. Miré la tarde gris, las hojas revolvíendose en los árboles y dejándose arrastrar por el viento. La nube de polvo no tardó en levantarse y golpear con fuerza con todo lo que encontraba a su paso. Tantas veces lo había imaginado, y de pronto ahí estaba. Parecía un espejismo del desierto, una alucinación irremediable.
Llegó hasta allí buscando un poco de tranquilidad. Sentía que su cabeza era una máquina de girar a cientos de revoluciones por segundo. No podía con sus recuerdos, lo atormentaban demasiado. Se sintió muchas veces un ser miserable. Otras tantas se sintió incomprendido.
El oleaje del río pegaba cada vez con más fuerza contra las piedras de la costa. Ya no quedaba nadie en el lugar, todos habían huido espantados por el temporal. Cuando lo vi estaba sentado en la orilla. No manifestó sorpresa al verme. No podía creer que lo estuviera viendo. Sólo al cabo de un rato vi deslizarse lentamente las lágrimas en sus ojos. No me dijo nada, tan solo me abrazó. Supe entonces que él estaba allí verdaderamente, que desgraciadamente nunca había muerto y que yo volvía a ser su inefable prisionera.

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