viernes, 8 de enero de 2010

Capítulo I. Ella.

Estaba sentada en una de las mesas que daban junto a la ventana. Tenía los auriculares puestos, escuchaba sus canciones favoritas una y otra vez y cada una le provocaba un dolor profundo en su interior. Se entregaba a las historias que contaban las letras, se sentía un poco protagonista de cada una de ellas. MIraba a la gente pasar. La lluvia le daba tristeza. La música también. La soledad se le hacía insoportable. A veces derramaba algunas lágrimas. Se escapaba una, luego otra, y de repente salían a borbotones. Las iba secando lentamente con un pañuelo de papel. En los últimos tiempos se había habituado a llevarlos consigo, sabía que cuando los ataques de tristeza la embargaban, no podía evitar contener las lágrimas ni los mocos.Esa mañana gris, como todos los días, pensó en él. Lo extrañaba especialmente. Llevaba una agenda donde iba tachando cada uno de los días que pasaban sin verlo. Cada uno era una especie de logro, porque era animarse a resistir la tentación de buscarlo.Hacía frío. La humedad del ambiente le hizo extrañar los días como esos encerrados en su casa. Ella tenía delante de sí una taza de café a medio terminar y ya bastante fría. Le hubiera encantado una taza de chocolate caliente. Pero sabía que ya no había más de todo aquello. Pensó en la última vez que él la había invitado a su casa, en el chocolate que ella rechazó, y se volvió a arrepentir.Nunca hacía nada que realmente deseara. Y ahora que estaba ahí, sola, triste y extrañandolo, tan sólo a un par de cuadras de la casa de él, pensó en buscarlo. Y si él estaba esperando a que ella lo llamara, y si todavía había una posibilidad. Se hizo muchas preguntas, y las descartó todas porque sabía que las respuestas no eran las que esperaba. Se convenció de que él no la quería, y que si la hubiera extrañado, ya la hubiera buscado. Y si no la buscó, él, que era una de esas personas que no saben estar solas, es porque estaba con otra.Ella tampoco sabía estar sola. El tiempo que pasaron juntos fue suficiente para borrar las huellas de todo lo que hubiera vivido antes de él. Cada día le costaba una eternidad. Cada día sentía que lo quería más. Cada día lo extrañaba de un modo que el dolor parecía no tener fin. Extrañaba sus abrazos, sus caricias, la complicidad que compartían. Amaba que él le cocinara. La vida era más fácil con él. La vida, sin él, ya no era vida.Estaba especialmente sensible aquella mañana. Muchas veces había censurado su propio deseo. Pero ese día no aguantó más. Agarró el teléfono, seleccionó los mensajes, puso crear uno nuevo y escribió. Te amo, no puedo evitarlo. Pensó varias veces antes de presionar send. Para cuando se arrepintió, ya le había llegado la confirmación de entrega. En vano esperó que él la llamara. Se sintió entonces mucho peor, un poco tonta por no controlar el impulso, un poco ilusa por imaginar que él iría a su encuentro, y enormemente arrepentida.Pensó en llamarlo, en disculparse, en decirle que todo había sido un error. Pero no tenía caso. Recogió sus cosas, se levantó y se fue dejando el café ya helado sin terminar. No podía parar de pensar, de odiarse, de llorar. Caminó un par de cuadras sin dirección precisa. Las lágrimas se confundían con la lluvia cada vez más intensa que la iba empapando con rapidez. De golpe reaccionó. Se dio cuenta que había dejado en la mesa del bar su teléfono. Deshizo todo el camino casi corriendo. Cuando entró al bar, el mozo inmediatamente cortó la llamada. Preocupado por devolverle el teléfono a su dueña, marcó el último número del cual había registro de haber generado un contacto. Sin saberlo, marcó el teléfono de él. Ella llegó a tiempo, y por suerte, el mozo no llegó a decir palabra. Si algo podía salir muy mal, en su caso, era infalible.

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