viernes, 28 de enero de 2011

Soñando realidades

Estabas allí. Eras tan real, tan real.
Nos reconocimos al instante. Recobramos la complicidad de antaño en un instante. No pude rechazarte cuando quisiste besarme, y mi cuerpo buscó tu abrazo de un modo tan espontáneo y natural que volví a sentir que había recuperado mi lugar en el mundo. Me besaste, y te besé tan tiernamente como pude. Como si fuera una oportunidad única, sentí que que si había alguna manera de demostrarte mi amor, tenía que aprovecharlo. Nos reímos mucho, nos sentíamos muy cómodos, éramos nuevamente los dos. El mundo exterior no importaba demasiado, y acaso cometíamos sin querer las mismas torpezas de cuando éramos dos jóvenes que la pasaban bien y se divertían.
Me entretuve unos instantes, pero luego fui a tu encuentro. Seguías allí, parecía un sueño, pero estabas allí. No existía el pasado, y no había más que ese presente mágico. Tal vez un deja vu de algo que ya nos había sucedido. Me revelaste entonces como verdadera una realidad que yo había previsto e imaginado durante mucho tiempo. No hubo sorpresas en tu revelación, pero sí en la forma impactante en la que tu cobardía burlonamente seguía hiriéndome.
Me confesaste que habías engendrado a tu hijo en el mismo día en que nos dijimos adiós. Que a consecuencia de ello te habías casado, y que tu mundo se había llenado vertiginosamente en una serie de incertidumbres entre las que te debatías. Que no querías mentirme. Y que ahora, viéndome, y viéndonos, te dabas cuenta de tu error y que ya no sabías que hacer. Que tu matrimonio había fracasado, y que ahí estabas, extrañandome.
Sentí una vez más el puñal de la traición, no porque me dijeras algo que en mi interior yo ya sabía, sino porque una vez más pretendiste engañarme.
Te describí en pocas palabras todo lo que yo sabía a partir de tanto conocerte. Nadie me había contado nada. Nunca más había vuelto a saber de vos. Sin embargo, sabía exactamente cómo se había desarrollado tu vida en los días que le sucedieron al instante del adiós. Lloré. Lloré como lloro cada vez que te recuerdo. Te confesé que una parte de mi no entendía cómo habíamos podido alejarnos si en el fondo seguíamos siendo uno. Que te seguía esperando, que te seguía amando. Que toda mi vida se había derrumbado la primera vez que me traicionaste. Pero que te volví a entregar mi corazón la segunda vez que nos reencontramos. Que el impacto de esa nueva oportunidad había sido más profundo y certero. Que a pesar de todo lo que te había esperado, que a pesar de todo lo que había sufrido, ya no estaba dispuesta a más.
Te quedaste allí, desolado en tu confusión creciente. Tu pequeño hijo te acompañaba. Ni siquiera te dije adiós. Sólo desperté.

jueves, 27 de enero de 2011

Esquina

Recuerdo exactamente dónde fue la última vez que te vi. Como si un monolito me recordara el preciso momento en el que nos dijimos adiós, sé que parte de tu esencia permanece aún allí, suspendido en aquel abrazo chiquito pero definitivo.
La memoria me juega malas pasadas a veces. Te veo, y me veo, como si mirara la última escena de una película. Como un espectador fanático, miro una y otra vez el mismo film, e imagino que alguna vez vas a volver y que entonces voy a secarme las lágrimas de tristeza y que allí estarás para el final feliz que corona toda secuela.
Cuando nada tiene sentido, es difícil reconocer la fantasía de la realidad, el pasado, el presente, la mentira, la verdad. Tu recuerdo me persigue, y un pedazo de nuestra vida me aguarda en cada esquina. Sé que el tiempo te ganó la pulseada, y sé que aún se divierte jugando conmigo. Sé que ya no voy a reconocerte. Y sé que nunca exististe.

Smile

Era pequeña pero con actitud de grande. Para esa época ya había olvidado lo que significaba sonreir. No recordaba tiempos que pudieran ser felices, la dureza de la vida se había manifestado demasiado pronto.
Estaba rodeada de hermanos, y también de mascotas. Había en la casa un espacio grande para jugar, y un par de árboles que servían como aditamento para las travesuras.
Hace esfuerzos por recordar aquel pasado. Revive aquellos ciruelos en flor, las frutas pequeñas que se van haciendo más grandes y más rojas con el correr de los días. Cuando maduraban, y caían al piso eran el alimento preferido por las gallinas.
El parral era el lugar que daba fresco a la casa. En las noches de verano sacaban la mesa afuera y cenaban bajo ese techo de hojas y uvas. En los días calurosos era habital que su madre se instalara allí a coser la ropa de sus hijas o encargos ajenos.
Como si se tratara de postales bucólicas, ella recuerda con esfuerzo aquellos fragmentos lejanos de su vida. No puede identificar el instante preciso en el que todo cambió.
Aquella madre paciente y entregada a sus quehaceres domésticos y al cuidado de su familia, se convirtió con el tiempo en un ser radicalmente distinto. Cuesta identificarla en aquel pasado que acaso haya sido feliz, aún sin que ellos lo advirtieran. La familia se desvirtuó y nunca nada volvió a ser lo que era.
Apenas consigue recordar, pero su rostro ya no se inmuta. Hace tiempo que perdió la sonrisa, y dicen, los que presagian, que ya nunca la va a recuperar.