miércoles, 17 de marzo de 2010

Terroncito

Bordes rectos casi perfectos. Forma rectangular casi olvidada en algún rincón del tiempo. El envoltorio es de papel blanco, apenas interrumpido por una leyenda identificatoria del lugar, que no da cuenta del contenido. Uno sobre otro se apilan en el pequeño receptáculo disponible para que los clientes puedan servirse algunos.
Desenvuelvo uno, lo coloco en la cuchara y lentamente lo voy sumergiendo. Mientras veo cómo el terroncito de azucar se va tiñendo de color café, mis recuerdos me transportan a la infancia.
Mi papá solía traer de cuando en cuando una caja, entonces jugábamos a ver quién hacía que el terroncito durara más tiempo a medida que se inundaba con te, café o mate cocido. Por esa época, mamá nos repartía las galletitas variedades para que no nos peleáramos con mis hermanos por ver quién agarraba más de los anillitos. Nos repartía en partes iguales, pero siempre maliciábamos las de los demás. Desconfíabamos de si aquél que terminara más rápido recibiría más o sólo se quedaría con las manos vacías viendo cómo los demás administraban mejor su preciado botín. La secuencia era la siguiente: poner primero un terroncito de azúcar, ir sumergiéndolo de a poco. Luego repetir la operación con el siguiente, y finalmente continuar con las galletitas.
Crecimos. Con el tiempo nos olvidamos que el azúcar también podía encontrarse en terroncitos. Seguramente la habíamos reemplazado por el edulcorante. De pronto, casi sin querer, un terrón, varios de ellos, están ahí, inocentes, acarreando con su presencia un montón de recuerdos.

Ojos

El cansancio se hace sentir también en la mirada. Hay imágenes que se vuelven difusas, y otras que creo ver y no sé si en realidad ocurren o son un producto mental. Siento como si hubiera fuego dentro de mis pupilas, me arden. Me quito los anteojos y con la mano derecha refriego primero un ojo y luego el otro. La calma es momentánea, realmente me queman. Quisiera cerrarlos para siempre, no sentirme perdida, difuminada entre una marea inabarcable de nada, de todo, de confusión. No hay paz. Todo se apaga cuando cierro los ojos pero la procesión va por dentro. Una parte de mi se niega a ver, y la otra responde con una visión distorsionada de las cosas.
Sé que la respuesta interior es cruel y que aunque pretenda no la puedo acallar. Todo me supera. Lo cierto es que no hay una mirada límpida y clara a través de mis ojos. Estoy ciega. Deambulo por la vida dando tumbos entre las paredes, tropezando con las veredas rotas y el asfalto lleno de baches. No veo. Nada me permite percibir más allá que la oscuridad de mi mundo. Tomar un puñado de arena y encontrar que al cabo de un instante todo se evaporó. Sentir el vacío más absoluto entre la oscuridad y la nada. Cerrar los ojos y no ver, abrirlos y seguir presa de la confusión, la noche y el hastío. Sentimientos tristes que trascienden la calidez de los momentos, la fraternidad de los amigos, una mirada que habla y dice muchas cosas. Un silencio que se escucha. Un reflejo de luz que nunca vuelve a encenderse.

viernes, 5 de marzo de 2010

Implosión

Es una idea. A veces un capricho. Una ansiedad. Una mezcla de desesperaciones. Angustias incesantes que en la búsqueda por darles una salida y dejarlas escapar por fin, se hacen más profundas, más enrevesadas, más macabras.
Ya no recuerdo como era entonces. Como si la vida recomenzara cada vez en un instante mísero de recuperación o pérdida definitiva. La elección es evidente. Dar una y otra vez la cabeza con la misma piedra supone cierto goce que no alcanzo a comprender. Me desconozco. Todo el recuerdo que tengo de mí es este ser que hoy se encuentra oculto en una maraña indescifrable de máscaras lamentables que no alcanzan a esconder la patética imagen que se trasluce a través de mis facciones, de mi piel.
Desesperación, ansiedad, vergüenza, fantasía, realidad, irracionalidad. No podría describir el instante en el que se produjo la metamorfosis. La autolástima de la cucaracha de Kafka, tan patética como irremediable. Acercarse lo más lejos posible de la gente. Un gusano que nunca llega a mariposa. Un insecto que no sabe qué hacer con las alas. Una naturaleza sofocante que conduce una y otra vez hasta el mismo pedestal que se erige magnánimo e indiferente, a cuyos pies se elaboran súplicas y rezos que nadie va a escuchar.
Las mismas preguntas, la misma falta de respuestas. Acciones inexplicables que no pueden sostenerse y que sin embargo contribuyen un poco más a la autodestrucción. El ataque suicida nunca termina de ejecutarse. Dolores conocidos, errores repetidos, burbuja permanente. Decadencia absoluta. Dónde fue tu fortaleza, qué pasó con tu inteligencia, para qué tanta educación. Instintos perversos te llevan por caminos perdidos hacia ningún lugar. Espíritu errante, inconsciente, torpemente entregado a perecer. Sucede cuando la única opción de volver a la vida es la muerte.